|
LA
PRÁCTICA INICIÁTICA OPERATIVA
La utilización de símbolos verbales (mantras),
gestuales (mudras), y visuales (yantras o mandalas)
¿Poseía
la masonería de los siglos XVII y XVIII alguna técnica singular de
meditación que utilizara los símbolos como soporte? ¿Practicaban
los masones de la época alguna forma específica y propia de
concentración? Alguna pista puede deducirse de las reuniones
preparatorias que llevaron a la redacción de la Bula In
Eminenti de 28 de abril de 1738 que excomulgaba a los masones.
Concretamente, el 25 de junio de 1737 el Papa mantuvo con algunos
cardenales un consistorio monográfico sobre unos informes de la
Inquisición de Florencia relativos a la masonería. En dicha
reunión se informó de que “en Florencia sostenía la Inquisición
que bajo este asunto podía esconderse un oculto Molinismo o
Quietismo”. El periódico londinense Gentleman´s Magazine de
18 de julio de 1737 se hizo eco de esa acusación al publicar que
“la Sociedad de los Francmasones, últimamente descubierta en
Florencia” causaba mucho ruido porque “ellos pasan allí como
Quietistas”. Y el periódico berlinés Vossische Zeitung, en
su número 85 del año 1737 dio cuenta de la información de su
corresponsal en Lombardía acerca de la acusación formulada por el
Santo Oficio de la Inquisición contra los masones toda vez que
“era preciso que existiera un oculto Molinismo o un secreto
Quietismo”. Recordemos que las obras del jesuita Miguel de
Molinos sobre el método contemplativo no fueron nunca condenadas
por Roma.
Ya un
verso del Manuscrito Regius, redactado en torno al año
1390, recuerda al aprendiz que debe “guardar y ocultar” la
enseñanza de sus maestros, “los secretos de la cámara”, lo que se
haga y diga en la logia, y no revelar nunca “los consejos de la
sala, y también los del bosque”. Esta dicotomía entre las palabras
de la sala y las del bosque o cobertizo
¿establecían una diferencia entre los secretos técnicos del
oficio recibidos en la sala, y la transmisión de una
enseñanza operativa “esotérica” recibida en el bosque?
Al menos
desde principios del XVII se le suponían al maestro masón ciertas
facultades y poderes mágicos. Así, un poema de Henry Adamson
titulado The Muses Threnodie (El Lamento de las Musas)
escrito en 1638, atribuye facultades extraordinarias al masón:
“Porque
lo que presagiamos no es trivial,
pues
somos hermanos de la rosacruz;
poseemos
la Palabra del masón, y la segunda visión,
las
cosas futuras podemos predecir con precisión”.
Aunque
la literatura de esos años asociaba esa segunda visión del
maestro masón con la precognición, la videncia e incluso con la
facultad de ver a ciertos seres elementales de la naturaleza
(hadas, ondinas, nereidas, etc.) invisibles a los ojos humanos
¿cabría suponer que tal vez esa segunda visión hiciera
alusión a un estado mental que se alcanzaba tras largos periodos
de meditación.
Por esos
años aparece la expresión Palabra del masón (Mason's Word)
referida al poder que se transmite al masón mediante una palabra
(¿Boaz?, ¿Jakin?, ¿Yahveh?). Un testimonio fechado en 1653 explica
que la capacidad de los masones para reconocerse a través de
ciertas palabras o gestos era considerada por los ignorantes como
algo sobrenatural, y para otros, más propia de prestidigitadores.
Por su parte, otros textos coetáneos consideraban que la
Palabra del masón era una costumbre o misterio judío. Así, en
1689 el Dr. Stillingfleet, obispo de Worcester “consideraba que la
Palabra del Masón era un misterio rabínico”, y un texto escocés de
1691 explica que el misterio de la Palabra del masón, “se
parece a una tradición rabínica, a la manera de un comentario
sobre Jakin y Boaz, los dos pilares levantados en el templo de
Salomón”, columnas que reciben su nombre de dos personajes
veterotestamentarios vinculados al rey David. Recordemos que
religiones como la judía o la cristiana afirman que la
pronunciación de ciertos nombres del Antiguo Testamento,
considerados sustitutivos del nombre de Dios, podían ser soporte o
vehículo de Ruah ha-Kodesh (Espíritu Santo). Y notemos
igualmente que durante el siglo XVII fue cada vez más perceptible
la influencia de la Cábala en los ritos masónicos.
Otros
textos de la época explican que el perfecto masón conocía todas
las Artes, especialmente la Geometría, y dominaba el lenguaje
universal de los masones (¿las matemáticas?) ¿Se aludía con ello a
una gnosis o conocimiento de las realidades suprasensibles?
Lo cierto es que la letra G (inicial de la palabra Geometría) es
también la inicial de God (Dios) de manera que, al asociar
fonéticamente iod y God, la G servía como letra sustituta
de la iod hebrea (י), que es la inicial del nombre de Dios
YHVH (הוהי), pues, a fin de cuentas, el lenguaje universal es el
de la religión universal a la que “pertenecemos los masones” y,
más específicamente, el idioma-llave que faculta para entender
todas las cosas.
Algunos
documentos y catecismos masónicos presumían de que el maestro
masón poseía el poder de Abrac (del hebreo ha-baraq,
o árabe el-baraq), el poder del rayo, o más propiamente, un
don o gracia (del hebreo barak, bendecir, de la raíz
brk, rodilla, arrodillarse, o el árabe baraka) que,
según los judíos y musulmanes, otorgaba al así bendecido el poder
de realizar milagros, volar (desplazarse por los estados múltiples
del ser), leer el pensamiento, sanar enfermos, resucitar (iniciar)
a los muertos (profanos), etc. Así, en un breve catecismo masónico
que circulaba en 1696 se explicaba que los masones
“Ocultan
el arte de encontrar nuevas artes, y eso es para su propio
beneficio y alabanza; ocultan las artes de guardar secretos, para
que así el mundo no pueda ocultarles nada. Ocultan el arte de
hacer maravillas y de predecir las cosas venideras, para que esas
mismas artes no puedan ser usadas por los malos con un fin
maligno. También ocultan el arte de los cambios, el modo de ganar
la facultad de Abrac, la habilidad de hacerse buenos y perfectos
sin intervención del miedo ni de la esperanza, y el lenguaje
universal de los masones”.
Algunos
estudiosos han vinculado esta tradición prodigiosa atribuida a los
masones del siglo XVII con los poderes y conocimientos que, según
la Fama Fraternitatis (1614), tenían los rosacruces;
curación de enfermos, don de lenguas, posesión de un conocimiento
universal, etc. En realidad, todo ello no hace sino atribuir a
estos personajes ciertos dones del Espíritu Santo tal y
como aparecen descritos en el Nuevo Testamento; “A unos Dios les
da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otros, por el mismo
Espíritu, palabra de ciencia; a otros, fe por medio del mismo
Espíritu; a otros, y por ese mismo Espíritu, dones para sanar
enfermos; a otros, el hacer milagros; a otros, profecía; a otros,
el discernir espíritus; a otros, el hablar en diversas lenguas; y
a otros, el interpretar lenguas” (1 Cor. 12, 8-10).
¿Acaso
todo este repertorio de poderes y facultades atribuidas
inicialmente a los rosacruces y luego a los masones eran solo
invenciones propaladas interesadamente con el propósito de
aumentar el halo de misterio, prestigiar la Orden y reclutar
adeptos? Es muy posible. Pero, aunque algunos masones utilizaran
el maravillosismo con esos fines, también es cierto que,
para otros masones, ya fueran los responsables o meros conocedores
del volcado de la Cábala en los rituales masónicos, la teúrgia y
la taumaturgia eran algo más que un deseo o una entelequia; eran
una convicción.
Toda
práctica iniciática se sirve de los símbolos. Concretamente, de
símbolos verbales (mantras), gestuales (mudras), y
visuales (yantras o mandalas);
Símbolos verbales
Respecto
a los símbolos verbales, dado que el universo fue creado
por la Palabra o Verbo de la Divinidad, tal
vibración sigue resonando por todo el cosmos, lo cual determina
ciertas armonías y ritmos. En la medida en que reflejan energías
objetivas de diferentes estados del universo, los verdaderos
mantras son sonidos preexistentes y, por tanto, no son inventados,
sino “descubiertos” o “despertados”. Por tanto, son una forma de
lenguaje universal integrado por onomatopeyas primigenias que
pretenden imitar o reproducir ciertas vibraciones de naturaleza
supraindividual. Debido a la ley de acciones y reacciones
concordantes, quien pronuncia tales mantras y demás sonidos
místicos, puede atraer las influencias celestes al entrar en
resonancia con esa vibración primigenia. Tales fonemas son soporte
o ayuda para la contemplación porque su recitación constante puede
facilitar que la consciencia del recitador penetre en los niveles
en donde se origina tal sonido místico. Según esto, el mantra no
se aprende en los libros, sino que solo puede ser transmitido una
vez vivificado o activado con la pronunciación adecuada y con la
orientación mental correcta (con el pensamiento puro o unificado).
Ello requiere de una técnica específica que, lógicamente, solo
poseen aquellas personas que han alcanzado ciertos estados
contemplativos o, dicho en otros términos, se encuentran en
similar frecuencia de vibración con el sonido primordial o
Palabra.
La
repetición (japa) del mantra tiene su equivalente en
la tradición judeo-cristiana; es el caso de la recitación o
recuerdo del nombre de Dios (zakhar), o la salmodia
judía (la recitación de los salmos), luego practicada por los
primeros cristianos, que eran judíos conversos, de donde se
extendió a la Iglesia oriental y posteriormente a Occidente; la
letanía (del griego litê, súplica), la recitación de los
nombres de Dios, o el rezo del rosario, pues “todo aquel que
invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10, 13 y Hechos
2, 21). En el Islam, también existen formas de oración breve,
encantamiento y recitación rítmica y ritual de un nombre divino
o fórmula tradicional (zikr, dhikr, wird);
“Recuérdame y Yo te recordaré” (Corán 2, 152). En suma, el mantra
hindú, la salmodia judeo-cristiana, o el dhikra musulmán, se han
considerado medios verbales o vibratorios adecuados para entrar en
resonancia con el sonido del Verbo Divino y atraer la Beraka, la
Baraka o la Gracia.
¿Se
practicaba en la antigua masonería alguna de estas formas o
técnicas de recitación rítmica de un nombre sagrado? Algunos
masones operativos consideran que “toda palabra, cada letra, crea
una vibración de modo que la Palabra perdida del maestro masón es
una llave para la ciencia de la magia”. Tal vez, a esa técnica de
pronunciación o recitación correcta de la Palabra perdida
aluden diversos textos y catecismos masónicos que describen la
lengua como “llave”. Así, en el Misterio de la frac-masonería
(1730) se explica que la llave de la logia (Alma-Templo) es la
lengua (para producir sonidos rítmicos, es decir, letanías o
encantaciones), que se encuentra “en la caja de hueso”, o en “una
caja de marfil entre mis dientes” (mandíbula), que guarda los
secretos y cuya invocación o pronunciación, efectuada con la
orientación adecuada, puede facilitar al masón la resonancia con
ciertos estados sutiles del Ser con los que penetrar en el
Sancta Sanctorum (el alma). Las oraciones o invocaciones
rituales en la apertura de los trabajos, la “circulación de la
palabra de paso” entre todos los asistentes, la cadencia rítmica
de los golpes de mallete, las triangulaciones de los diálogos y
fórmulas rituales, las exclamaciones al cerrar los trabajos… todo
ello estaba diseñado para que la atmósfera se cargara de
influencias celestes que contribuyeran a reunir los
disperso y encontrar o activar la “Palabra perdida”.
En el
ámbito masónico encontramos símbolos verbales; las aclamaciones
triples, las palabras de paso y, especialmente, las palabras
sagradas de cada grado. Todas ellas, salvo contadísimas
excepciones, son nombres hebreos tomados del Antiguo Testamento y
alusivos a los nombres de Dios, razón por la cual los
masones operativos consideraban que tales palabras permanecían
“vivificadas”, es decir, cargadas de energía, de modo que su
recitación o pronunciación con la debida disposición y con el
ritmo y secuencia adecuadas, facilitaba la resonancia con el mundo
sutil. Recordemos que toda la construcción Templo de Salomón,
incluidas las dos columnas izquierda-norte y derecha-sur del
atrio, y la asignación de sus respectivos nombres, Boaz y
Jakin, se efectuó conforme a los planos revelados
previamente por Dios (1 Crónicas 28, 19). Por tanto, los nombres
de dichas columnas habían sido proporcionados por la Divinidad.
¿Existía
una técnica o modo específico de transmitir y de recitar las
palabras sagradas de cada grado? En algunos textos masónicos
de finales del siglo XVII y principios del XVIII se menciona la
práctica ritual de la circulación de la “palabra”, en voz baja y
de la boca al oído; así, el manuscrito Edimburgo de 1696 explica
que, tras el juramento del aprendiz masón, “todos los masones
presentes murmuran la palabra entre ellos, comenzando de manera
que finalmente le llegue al maestro masón, quien le da la palabra
al nuevo aprendiz”. De esta manera, una vez circulada y cargada de
influencias prodigiosas a través de todos los presentes, la
palabra era transmitida al neófito para que le ayudara a abrirse a
la comprensión de ciertas realidades… Semejante ceremonia acontece
con el acceso al grado de compañero y de maestro; “los maestros
murmuran la palabra entre ellos comenzando por el más joven, como
antes”. Igualmente, el manuscrito Dumfries nº 4 ya citado, muestra
al aprendiz cuál es la frase que ha de pronunciar al comenzar su
trabajo espiritual -Yahveh auxilia-, pues es la que
pronunció Hiram al colocar la piedra fundacional del templo de
Salomón. En algunos rituales las invocaciones deben ir acompañadas
de un balanceo corporal a la manera judía.
¿Qué
utilidad tenían las palabras sagradas? Algunos masonólogos
mantienen que las palabras sagradas de cada grado eran
utilizadas como mantras. Con independencia de que ello fuera así,
no obstante, también pudieron tener otra función similar a la que,
ya desde época antigua y medieval, encontramos documentado en
ciertos textos contemplativos; la de ayudar a mantener o recuperar
la concentración durante la práctica meditativa. La propia
tradición contemplativa cristiana atestigua el empleo de
palabras activadoras del estado de Autoatención o
de Presencia Interior.
Por ejemplo, en el siglo IV, Casiano explicaba que la constante
recitación de ciertas frases-fórmula antiquísimas ayudaban a
mantener el estado de meditación y de contemplación,
especialmente; “Oh Dios, ven en mi ayuda”, o “Señor,
ten piedad de mí”, dado que, aunque procedentes del
Evangelio de Lucas 18, 13, se hacían retrotraer al propio Adán. Y
un desconocido monje inglés del siglo XIV aconsejaba a los que
practicaban la meditación que eligieran una palabra corta para
mantener la atención en la sensación de ser;
“Si
quieres resumir dicha intención con una palabra, para retenerla
así con más facilidad, elige una que sea breve, con preferencia de
una sola sílaba. Cuanto más corta sea la palabra, mejor, pues más
afín será a la tarea del espíritu. Que sea una palabra como «Dios»
o «Amor». Con esta palabra golpearás la nube y la oscuridad que se
hallan sobre ti. Con ella suprimirás todo pensamiento bajo la nube
del olvido” (“La Nube del No-Saber” 7).
También
en nuestros días, el abad trapense Thomas Keating, ha dedicado el
capítulo V de su obra Mente abierta, corazon abierto: La
dimensión contemplativa del Evangelio (1986) a explicar el
sentido de la palabra sagrada en un contexto contemplativo:
La
palabra sagrada sirve para facilitar la concentración y volver a
ella cuantas veces sea necesario para distanciarnos del flujo
mental. Por tanto, no hay que repetirla incesantemente, no es un
mantra, sino un símbolo, una flecha, una señal que apunta hacia la
dirección que nuestra voluntad desea; es sagrada porque expresa tu
intención de abrirte a Dios, el Misterio Máximo que mora en
nuestro interior. La palabra sagrada nos lleva más allá de nuestra
consciencia psíquica, hasta Dios, no como si fuese una estatua o
una fotografía, sino como una presencia dinámica.
Por
tanto, concebida la palabra sagrada como símbolo
activador de la Presencia o de la autoatención, es probable
que así fuera empleada ya en la Edad Media por los masones
operativos que recurrían a la frase; “Yahveh auxíliame”. Y con esa
misma finalidad también pudieron emplear las palabras sagradas
del grado respectivo, o su traducción al idioma natal; “Que él
erija (Jakim) esta casa... con poder (Boaz) expulse de estas
puertas a todos sus enemigos [los pensamientos]” (I Reyes 7, 21).
Tal palabra activadora de la autoatención podía ser incluso
una pregunta (p. e. “¿Quién es el Constructor?”). Así, uno de los
más reputados advaitines de todos los tiempos, Sri Ramana Maharsi,
explicaba que el método tradicional de meditación para recuperar
la autoatención consistía en preguntarse insistentemente ¿a
quién?;
“si
surgen pensamientos, debemos investigar a quién le han acontecido.
Por muchos pensamientos que surjan, ¿qué importa? Tan pronto como
aparece cada pensamiento, si investigamos vigilantemente a quién
ha acontecido, «a mí» será claro. Si investigamos «¿quién soy
yo?», es decir, si volvemos nuestra atención hacia nosotros mismos
y la mantenemos fijada firme y atentamente en nuestro ser
auto-consciente esencial para descubrir qué es realmente este
«mí», la mente vuelve a su lugar de nacimiento y puesto que con
ello nos abstenemos de prestarle atención, el pensamiento que
había surgido también se sumerge” (Nan Yar, 6).
En definitiva, las palabras sagradas, más que
mantras, pudieron servir como lemas o llaves para facilitar la
concentración.
Símbolos gestuales
La
masonería los utiliza con profusión; los saludos, las baterías de
aplausos, ciertos signos de estado… Cada grado masónico tenía
asignado un toque manual de reconocimiento, un signo
de orden, también llamado signo penal, y una forma
específica de caminar ceremonialmente en la logia (signo
pedestre o de marcha).
En
cuanto al toque específico de cada grado, aparte de su
función más conocida de servir de identificación o reconocimiento
entre los masones, también parece reflejar una tradición cabalista
que otorgaba especial importancia a los números y posición de los
dedos de la mano. Recordemos que en la quirología sagrada hebrea y
árabe, a cada falange de los dedos de las manos se les asigna una
letra y un número de modo que, según las posiciones y agarres, se
producen combinaciones de letras y números que forman palabras
sagradas y, más concretamente, diversos
nombres de Dios.
Los
judíos asignaban las letras YH a la mano derecha, y VH a la
izquierda, de manera que al unirlas sumaran el nombre de Dios;
YHVH. Según uno de los rituales judíos más extendidos, tras el
lavado de manos y otras purificaciones, los Kohanim extienden y
levantan sus manos dejando cinco espacios entre los dedos,
concretamente entre el dedo anular y el dedo medio de cada mano,
entre el dedo índice y el pulgar de cada mano, tocándose los dos
pulgares para dejar un espacio arriba y otro debajo de los
nudillos de manera que se forme una retícula que sirva de soporte
o ventana a la manifestación de la Presencia Divina (Sejiná) tras
la bendición o invocación. Notemos que tal posición de los dedos
reproduce la letra Shin (ש), un emblema de El Shaddai,
“Dios Todopoderoso”.
Respecto
al Islam, como explica René Guénon; “La quirología, por muy
extraño que pueda parecer a los que no tienen ninguna noción de
estas cosas, se relaciona directamente, en su forma islámica, con
la ciencia de los nombres divinos: la disposición de las líneas
principales traza en la mano izquierda el número 81 y en la mano
derecha el número 18, o sea en total 99, el número de los nombres
atributivos (çifûtiyah). En cuanto al nombre Allâh mismo, está
formado por los dedos del modo siguiente: el meñique corresponde a
la alif, el anular a la primera lam, el medio y el
índice a la segunda lam que es doble y el pulgar a la ha
(que, normalmente, debe trazarse en su forma “abierta”); y éste es
el motivo principal del uso de la mano como símbolo, tan difundido
en todos los países islámicos”.
También
el cristianismo ha prestado atención a la posición del cuerpo
durante la oración (en genuflexión, en postración o proskynesis,
en píe con los brazos alzados o en cruz…) o de las manos
(santiguarse, signarse y persignarse). Igualmente, existe una
ciencia sagrada de posicionar los dedos de las manos,
especialmente en los ritos de bendición y consagración, de la cual
hay abundante reflejo iconográfico. Por ejemplo, en el rito romano
de bendición con la mano abierta, se bajan los dedos anular y
meñique (la doble naturaleza de Cristo) para que queden hacia
arriba los dedos pulgar, índice y medio (la Trinidad) que,
igualmente, también describen las iniciales del nombre de
Jesucristo (IH - XC), así como el alfa y el omega (A - W). En el
rito griego, cuando bendice el Pantocrator, el Cristo glorioso o
algunos santos, la mano extiende los dedos índice, medio y meñique
y junta las puntas de los dedos anular y pulgar formando un
círculo; los tres dedos levantados simbolizan la trinidad y los
otros dos representan las naturalezas, divina y humana, de Cristo.
Ello deriva de la mencionada bendición de los
Kohanim, al extender los dedos índice, medio y
meñique (la letra Schin), y al juntar las puntas de los
dedos pulgar (la letra Daleth) y anular (la letra Iod),
aparecen representadas las tres letras del nombre de Dios; Shaddai
(שדי). Esta gestualidad no tiene solo un poder simbólico, por el
contrario, se cree que, si se hace adecuadamente, puede atraer y
transferir la gracia, por ejemplo, mediante la imposición de manos
sobre la cabeza (khirothesis).
Estas
formas de indigitación han tenido su aplicación en la
masonería. Por ejemplo, el toque del grado de aprendiz
consiste en dar la mano y presionar con el pulgar derecho la
primera falange del dedo índice de la mano derecha; “el toque es
juntando la yema del pulgar de la mano derecha con el primer
nudillo del dedo índice de la mano derecha del hermano que pide
una palabra” (La masonería diseccionada, año 1730). Ahora
bien, las letras que corresponden a estas dos falanges del índice
y del pulgar son la pe פ y la he ה, cuyos valores
son 80 y 5 respectivamente, cuya suma da 85, que es el valor
numérico de Boaz בועז, palabra sagrada de dicho grado. Nada parece
dejado al azar; el apretón de manos del maestro masón se hace
disponiendo los dedos de la mano como en garra de modo que el dedo
medio “toque una vena que viene del corazón” (manuscrito Sloane nº
3329, circa año 1700).
Por
supuesto que este género de creencias trajo no pocos problemas a
los masones. Por ejemplo, en 1777 la Inquisición de Sevilla
consideraba condenables ciertas prácticas de los masones
interrogados en sus calabozos; “Entre las voces hebreas i bárbaras
de que usan, o abusan estos sectarios se hallan los nombres
Jheovach, Adonay, Saday, que son proprios de Dios aplicados a
cosas profanas, i quizás nefandas. Se hace en ellos gran misterio
i aprecio de números, i de figuras.… Todo lo qual indica que ellos
reconocen cierta virtud i eficacia en las figuras geométricas, i
en los números, que es cosa supersticiosa”.
Al
parecer, la correspondencia “sutil” de los signos y toques con la
“localización” de los centros sutiles del ser humano constituía
uno de los secretos de los masones “operativos”. Ciertamente,
varios textos masónicos parecen otorgar especial importancia a la
fisiología sutil del cuerpo humano y más concretamente a ciertos
centros dispensadores de energía, lo cual ya fue señalado en su
dia: “de una forma general, las llamadas penas expresadas en los
juramentos de los diferentes grados masónicos, así como los signos
que les corresponden (también denominados signos penales), se
refieren en realidad a los diversos centros sutiles del ser
humano”, denominados chakras en la tradición hindú.
Supuestamente, en cada uno de los tres grados parece apuntarse una
correspondencia psíquica entre el signo manual (no
confundir con el toque manual de reconocimiento) que se ejecuta
sobre una parte del cuerpo siguiendo un eje vertical descendente;
aprendiz-garganta, compañero-corazón, maestro-ombligo.
Precisamente, en las penalidades impuestas en los juramentos de
cada grado, se hacía referencia a tales centros corporales; al
aprendiz se le amenazaba con cortarle la garganta y lengua, al
compañero se le intimidaba con abrirle el pecho y extirparle el
corazón, y al maestro se le podía castigar con abrirle el vientre
y sacarle las entrañas.
Por tal
motivo, en los cuadernos rituales de la masonería, se concede
especial importancia a los tres órganos (y centros sutiles) que se
corresponden respectivamente con los tres grados masónicos
mencionados; aprendiz-garganta, compañero-corazón, maestro-hígado.
De ser cierto, cuando la masonería se definía a sí misma como
Arte Real estaba aludiendo a una ciencia o técnica específica,
considerada el gran “secreto regio”, “llave” o “clave de la
logia”, destinada a estimular los centros sutiles mediante
la práctica ritual. Así, ante la pregunta del venerable de la
logia: “¿Existe algo entre vosotros y yo?”, la respuesta es que
hay un lazo o enegía sutil que une a todos los partícipes;
el cable-tow o sirga. Hay varias referencias explícitas a esta
fisiología sutil en los textos; por ejemplo, el manuscrito
Edimburgo (1696), el Examen de un masón (1723), la
Confesión de un masón (1727), El Misterio de la frac-masonería
(1730), entre otros, explican que la clave de la logia
(Alma-Templo) reside “bajo el pliegue de mi hígado, allí donde
yacen todos los secretos de mi corazón”, y que su longitud es “tan
larga como de mi lengua a mi corazón”. El manuscrito Sloane (1700)
explicaba que la longitud del cordón de la logia era “tan
largo como la distancia entre el pliegue del hígado a la raíz de
la lengua”. Por su parte, el manuscrito Dumfries nº 4 (c. 1710),
afirmaba que “todos los secretos” de la masonería residen en la
soga o sirga (cable-tow), que “es tan larga como la distancia
entre mi ombligo y la raíz de mis cabellos” (es decir, la médula
espinal-columna vertebral ¿el eje sutil que en la India se
denomina Sushumna?) y que esa llave estaba guardada
en un cofre de hueso (no ya la mandíbula o cráneo sino la caja
torácica). Igualmente, en La masonería diseccionada (1730),
se dice que los secretos del masón residen “bajo mi pecho
izquierdo” y que la llave que los abre cuelga de una cuerda (tow-line
o cable-tow) cuya longitud es de “9 pulgadas o un palmo” (de 22 a
24 cm.). Ahora bien, esa distancia es tanto la que hay “de mi
lengua a mi corazón”, como la existente entre la raíz de la lengua
y la punta de la cabeza. Por tanto, la cuerda de la que cuelga la
“llave del corazón”, sería el nadi paralelo a la “arteria
coronaria” (cable-tow) que va del chakra Vishuddha al
chakra Anjata, y de aquel al Brahma-randhra.
Ante
tales referencias en los textos masónicos, se ha señalado que la
alusión a la técnica constructiva de un edificio (que se mantiene
gracias a las vigas y pilares), parece encubrir una técnica
específica de construcción psíco-mental basada en la activación de
una energía que asciende en espiral por los centros sutiles del
hombre situados entre el ombligo o el pliegue del hígado y el
nacimiento del pelo (vórtex o fontanela superior de la cabeza), es
decir, la médula espinal-columna vertebral (que sostiene el cuerpo
humano). Los textos masónicos destacan la importancia de estos dos
puntos extremos de la sirga=columna vertebral, es decir, la
coronilla y el coxis. Incluso algunos juramentos añadían una
penalidad sobre “la corona de mi cráneo”, y en otros se asociaba
el coxis a la piedra de fundamento que soporta todo el edificio.
Esta, y no otra, sería la oculta piedra de fundamento, occultum
lapidem, rechazada por los constructores ignorantes que
desconocen su verdadera cualidad, y que se encuentra interiora
terrae (interior del hombre), a la espera de ser levantada
“primero hasta el corazón y después hasta la coronilla, extremidad
superior de nuestro ser y punto de contacto con Dios”.
Precisamente, este alzamiento del hueso denominado Luz
hasta colocarlo en la sumidad del hombre-templo casaba muy bien
con la forma de dovela central que posee el coxis, que quedaba
convertido en piedra clave de bóveda que había de coronar y cerrar
el cuerpo humano como templo sagrado.
Probablemente, todas estas referencias a los centros sutiles del
ser humano se deban a masones expertos en la Cábala; “la tradición
hebrea enseña que en la base de la columna vertebral del ser
humano hay un pequeño hueso llamado Luz que es un fragmento
de la Chethiyad, piedra que está en el principio de toda
construcción”.
El
Midrash y el Zohar explican que, como dicho hueso tiene la
particularidad de resistir el fuego y el agua, servirá de base o
germen para la resurrección (Tejiat Hametim) del hombre
tras su muerte. Y dado que dicho hueso-piedra ha de ser levantado
desde su base hasta la sumidad de la columna vertebral, la
tradición rabínica sitúa el Luz tanto en el extremo
superior como en el inferior de la columna. En realidad, el hueso
Luz simboliza el «núcleo de inmortalidad» que se desplazaba
conforme el individuo “asciende” espiritualmente; en el hombre
ordinario el Luz se encuentra en la base de la columna vertebral,
cuando germina se eleva al corazón, luego se sitúa en el ojo
frontal cuando el hombre se reintegra al estado primordial
y culmina el estado propiamente humano. Finalmente, podía situarse
en la coronilla de la cabeza si se abría paso a los estados supra-individuales.
Finalmente, se enseñaba al aprendiz el signo pedestre o
marcha propia del grado. En rigor, cada uno de los tres grados
tenía una manera específica de caminar ritualmente en las
ceremonias; el aprendiz camina en línea recta (porque solo conoce
los paramentos horizontales), el compañero comienza en línea recta
pero luego efectúa un paso en escuadra (construye paramentos
horizontales y verticales), el maestro se desplaza como el
aprendiz y el compañero pero finaliza trazando en el aire una
forma abovedada con sus pies porque ha pasado «from square to
arch», de la escuadra al compás, o también «del triángulo al
círculo», de las figuras rectilíneas (la Tierra) a las figuras
circulares o abovedadas (el Cielo). Desde el punto de vista
“corporativo” ello equivalía al dominio de la técnica del diseño y
construcción de techos, arcos y bóvedas, e incluso a la toma de
posesión del espacio (territorio jurisdiccional), aunque en su
sentido “operativo” escenificaba la toma de posesión de las
direcciones del espacio, e incluso el paso de la meditación en los
símbolos, a la meditación cuadrada o contemplativa que abría el
paso del estado humano ordinario (Tierra), a los estados
supraindividuales (los Cielos).
Símbolos visuales
Considerados como soporte y ayuda para la meditación, ellos
cumplían similar función a la que, por ejemplo, desempeñan los
mandalas de la India o del Tibet. El mandala (etimológicamente
“círculo”) es un yantra o instrumento utilizado para propiciar
ciertos estados de concentración; consiste en dibujos y figuras
geométricas que representan la tensión, lucha o esfuerzo para
poner orden en la mente, y reunir lo disperso hasta llegar
al invariable centro en donde reside la paz. Los elementos que lo
componen simbolizan el viaje hacia el centro como sede de Dios, el
origen del universo, la fuente de todas las tradiciones, o la
puerta que comunica con un estado superior. Por tanto, mostraba
las pruebas y obstáculos que debía afrontar el iniciado o buscador
espiritual para adentrarse gradualmente desde el exterior del
diagrama hacia su interior. En este sentido, el mandala posee una
función similar a ciertos diagramas, dibujos y diseños empleados
en la antigüedad grecorromana, por ejemplo, los que representan la
Rueda del universo (círculo zodiacal), el laberinto y otras
modalidades de imago mundi. Las mismas iglesias y
catedrales cristianas desplegaron en sus pórticos, laberintos
trazados sobre el pavimento, rosetones de vitral, etc., todo un
programa iconográfico repleto de símbolos que luego se prolongó en
los retablos situados tras el altar, cuya mazonería distribuía el
mensaje en cuerpos y calles. En ellos se ofrecía al devoto un
itinerario trascendente y un espacio propicio para la oración y el
ensimismamiento.
Sobre
este particular, la masonería también ofrecía un complejo sistema
de símbolos visuales que se mostraba en toda su solemnidad con
ocasión de la decoración del templo; el techo azul y tachonado de
estrellas estaba sostenido por doce columnas con los lazos de amor
que daba cobertura a la letra G, la luna y el sol, el “ojo que
todo lo ve”, las tres luminarias, la piedra bruta y la tallada,
los útiles de trabajo, las mesas, el altar, , el suelo ajedrezado,
los crespones, y, específicamente, el cuadro o tablero de logia
que correspondía a cada grado, que se situaba en el centro de la
logia. Recordemos que a cada grado masónico le correspondía un
cuadro o tapiz específico que contenía el itinerario transcendente
que el masón había de recorrer, aunque fuera virtualmente, así
como los símbolos que le ayudarían ayudarían a concluir el
recorrido y recuperar finalmente la Palabra perdida.
Extractado de:
Javier Alvarado Planas,
Apercepciones sobre la iniciación masónica, Madrid, 2019,
pp. 106-133.
* * *
Ejercicios de
meditación practicados en algunas logias:
http://www.logiahermes.org/descargas/
|
|