EL MITO MILENARISTA EN LA EUROPA MEDIEVAL
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EL MITO MILENARISTA EN LA EUROPA MEDIEVAL

José Ignacio Ortega Cervigón

 

Los mitos milenaristas integraban varias ideas antiguas: una, la del eterno retorno y renovación cíclica de la realidad histórica, a través de sucesivos mundos. Otra, la creencia en una supuesta edad de oro primitiva, a partir de la cual el mundo se degradaría, a través del tiempo. Sobre ellas actúa la fe apocalíptica que espera el retorno del Mesías y el comienzo de un nuevo cielo y una nueva tierra perfectos, tras una efímera instauración del mal.

Comentarios del Apocalipsis. Beato de Liébana

Los fenómenos de psicología colectiva en Historia presentan complejas interpretaciones. El milenarismo es una manifestación de la escatología cristiana que presuponía el final inminente de los tiempos. Cristo, a su Segunda Venida, establecería un reino terrenal perfecto y reinaría durante mil años antes del Juicio Final. El término milenarismo se ha adoptado, en un sentido más amplio, para designar a todos los tipos particulares de sectas salvacionistas, ligado al concepto de mesianismo. En la Edad Media el temor al fin de los tiempos debió estar presente en la conciencia de las gentes, muy apegadas e una mentalidad mítica y simbólica.

 

Las interpretaciones del Apocalipsis

Tanto la idea del fin del mundo como la periodicidad milenaria se reflejan en la religión o filosofía de los pueblos, como un elemento fundamental: así, en el mazdeísmo iranio, en la mitología germánica, en varias comunidades islámicas, incluso se puede escarbar en la filosofía de Heráclito, en los postulados estoicos y en el pensamiento de Cicerón. Según el milenarismo cristiano, que continúa una antigua tradición judaica, Cristo debe gobernar el mundo durante un período de mil años (millenium). Esto no queda recogido por la literatura evangélica ni apostólica, pero sí por el Apocalipsis de San Juan: el reino mesiánico debía durar mil años; después, tras la destrucción y el juicio a los muertos, los elegidos alcanzarán un reino de gloria.

El helenismo cristiano rechaza esa alarma dramática del milenio apocalíptico judío. Las profecías judías se inspiraron en la visión del Libro de Daniel y labraron la fantasía de un salvador escatológico, el mesías. La apocalíptica cristiana tomó las profecías de los oráculos sibilinos y la tradición juanina: un guerrero salvador aparece en los últimos días para combatir con el Anticristo, convertido en el Apocalipsis en el mismo Satanás. Estas profecías influyeron en las actitudes políticas, pues en todo nuevo monarca sus súbditos vieron al último emperador que debía gobernar durante la Edad de Oro. San Jerónimo, en el siglo IV, ya trató de atenuar las convicciones apocalípticas; San Agustín, poco después, enunció en su De civitate Dei la interpretación alegórica del milenio. La corriente milenarista desapareció de la enseñanza oficial de la Iglesia occidental, aunque sus textos siguieron vigentes alimentando el pensamiento cristiano. El humanismo evangélico trató de buscar la paz; en cambio, el judaísmo apocalíptico mantenía la alarma.

Una creencia de gran difusión era la división de la cronología universal en seis edades, a semejanza de los seis días que Dios empleó en la creación del mundo, cuya duración era de 6.000 años. Juan de Biclaro en su Cronicon (591) y San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías (626) ya pretendieron calcular la edad del mundo, que rondaba entonces los 6.000 años desde la creación de Adán; Julián de Toledo, en el año 686, y el autor de la Crónica mozárabe, a mediados del siglo VIII, coincidían en señalar el año 800 como el fin de los tiempos. Mayor influencia adquirió el Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana del año 776, en el que ilustró el majestuoso horror de la catástrofe, con retazos de influencia mozárabe y oriental. Beato, condenado por el metropolitano toledano Elipando, calculó también el final del sexto milenio hacia el año 800, curiosamente fecha en que Carlomagno fue coronado en Roma.

 

Los terrores del año mil

El siglo X europeo ha sido catalogado tradicionalmente como un período histórico oscuro y su culminación se ha planteado como una época de temores particularmente impactantes, que no responden tanto a una presencia de carácter apocalíptico, sino más bien a un conjunto de amenazas y condiciones específicas de la vida cotidiana. Los "terrores del año mil" son una etiquetación posterior, introducida en el plano de lo excepcional y de lo intelectual.

La crítica de las fuentes muestra que fueron acontecimientos locales que llegaron a generalizarse y a encontrar eco en la propia Iglesia. El "mal de los ardientes" fue un fenómeno epidémico ocurrido al norte de Italia en el año 997, caracterizado por la quemazón de los miembros del cuerpo. Se produjeron grandes hambrunas por una serie de malas cosechas recurrentes. Los fenómenos de confrontación bélica en realidades feudales de Francia y el norte de Italia siguieron siendo habituales durante muchas generaciones. Las invasiones normandas se exageraron como un síndrome de amenazas permanentes; los grandes monstruos marinos o dragones no eran otra cosa que las innovadoras técnicas normandas de navegación. Por último, los acontecimientos naturales interpretados como signos apocalípticos fueron eclipses de luna, lluvias de estrellas o cometas: uno de estos prodigios fue un espantoso meteoro que permaneció visible en el cielo del año mil cerca de tres meses.

Estos fenómenos o testimonios tuvieron mayor relieve por difundirse en ceremonias habituales -liturgias, sermones, predicaciones- ante la población. Desde los medios clericales se promovió una visión apocalíptica y catastrófica. Se difundió la conciencia de que los desastres se debían a los pecados de los hombres. Para atajarlo, había un tipo de iniciativas religiosas: ayunos, oraciones, movimientos de tregua y paz, peregrinaciones hacia los Santos Lugares. La comunidad se enfrentaba a la catástrofe mediante la penitencia que, aplicada por la Iglesia, determina los pecados. Como denunció el obispo Arnolfo de Orleans, el estado de la Iglesia a fines del siglo X era deplorable, carcomida por la simonía -compraventa de cargos eclesiásticos- y el nicolaísmo -depravación moral y clerical en la conducta sexual-; esta situación mejoró con planteamientos regeneracionistas desde el seno del Papado, especialmente a raíz de la reforma gregoriana.

Desde mediados del siglo X se recogen hechos puntuales: en el año 954, por encargo de la reina Gerberga, el abad Adso de Montier-en-Der redactó su Libellus de Antechristo, un tratado para combatir la creencia en la aparición del Anticristo. En el año 960 el eremita Bernardo de Turingia anunció visionariamente, por revelación, el fin de los tiempos ante una junta de barones. Mayor relevancia tuvo la predicación en el año 998 de Abbon de Fleury, quien, recuperando un rumor anterior en la región de Lorena, auguró el final de los tiempos cuando las festividades de la Anunciación y del Viernes Santo coincidieran; este hecho había ocurrido durante el siglo I y se repitió el 27 de marzo del año 992, unos años antes de comenzar los rumores.

La aparición del diablo difundida poco después del año mil por Raúl Glaber, un monje borgoñés, es uno de los testimonios que muestran la afinidad del maniqueísmo mal definido de los clérigos. El demonio acechaba en las fuentes y en los árboles, eco terrorífico de las creencias célticas relativas a los monumentos megalíticos, contra los que se pronunciaron numerosos concilios y edictos en la alta Edad Media. Glaber escribió en 1033, cuando las hambres -de por sí endémicas- se hicieron más acuciantes, que "el orden de las estaciones y las leyes de los elementos, que hasta entonces habían gobernado el mundo, habían caído en el caos eterno y se temía el fin del género humano". En el año 1033 se cumplía, precisamente, el milenario de la Pasión de Cristo.

No hay, pues, rastro apocalíptico ni milenarista en los escritos oficiales; las bulas pontificias, los anales y las biografías guardan también silencio. Las crónicas no recogen la figura de Almanzor como el Anticristo, pese a los saqueos y destrucciones que provocó en los años finales del siglo X por las ciudades del norte peninsular. Incluso, hay optimismo por la Renovatio imperii de los Otones sajones en el año 990, recogiendo el testigo de los francos. En definitiva, los terrores del año mil fueron una serie de hambres, epidemias, crímenes, herejías y signos celestes que se manifestaron de forma local, dentro de una mentalidad mítica y simbólica que trataba de alcanzar un significado esotérico a los sucesos extraños y catastróficos. Aunque no hubo la creencia generalizada del mundus senescit, la progresiva caída de la civilización y la convicción religiosa, sí es cierto que existió un miedo anterior al año mil y recuperó su vigor en el siglo XI.

El análisis cronológico también detecta otras imprecisiones que desarman cualquier intento de subrayar la existencia de los terrores milenaristas. Se cometía el error de considerar al año mil como el primero del siglo XI, cuando en realidad era el último del siglo X y no se habían consumado los mil años del nacimiento de Cristo. Los distintos cómputos que se realizaban en las distintas regiones de Europa para medir el tiempo no permitieron unificar la fecha señalada del año mil. En la Edad Media el año solía comenzar con la Anunciación, la Natividad, la Pasión o la Resurrección de Jesús; la Pascua era más importante que la Navidad, ya que en torno a ella se organizaba el ciclo litúrgico. Otros métodos de contabilización del tiempo fueron las indicciones romanas, los años de un reinado o la era hispánica, que establecía el inicio de la datación treinta y ocho años antes del nacimiento de Cristo. Además, la mayoría de la gente -apegada a los ritmos naturales del sol, las estaciones y los ciclos agrícolas- desconocía el año corriente de la era cristiana.

La historiografía decimonónica afín al romanticismo difundió, durante la primera mitad del siglo XIX, una visión distorsionada sobre la llegada del año mil. La documentación no ofrece noticias de conmociones milenaristas de ámbito general ni local, pero algunos historiadores avivaron la imaginación del mito con descripciones de la entonación del Miserere en la noche de San Silvestre del año 999. Este romanticismo retrató a los habitantes de la Europa del año mil entregados a la penitencia, al placer desesperado o al abandono melancólico. Pero ni los cristianos se dieron a la vida de continencia para alcanzar el perdón de los pecados, ni el rico entregó sus caudales al mendigo, ni bandadas de penitentes azotaban sus cuerpos con el cilicio, ni el siervo abandonó el trabajo que el señor le imponía, ni sonaron siniestras las doce campanadas del reloj de la iglesia de San Pedro, entre otras cosas porque entonces ni tenía reloj ni las campanas marcaban más horas que no fueran las canónicas.

 

Manifestaciones milenaristas entre los siglos XI y XIV

Pasado el año mil, Europa se cubrió de construcciones religiosas. El siglo XI asiste al nacimiento del arte románico, al auge de las peregrinaciones a Tierra Santa y a la evangelización de los eslavos y escandinavos, dentro de unas estructuras socioeconómicas arraigadas en el feudalismo e impulsadas por el fenómeno roturador de nuevas tierras. La idea del Apocalipsis estaba bien visible en los fieles cristianos, con las representaciones del Juicio Final en los tímpanos de las iglesias desde el siglo XI al XIII. El recurso al Apocalipsis aparecía ante cataclismos políticos, militares o morales.

Los textos iban destinados a los que sabían leer y las imágenes y su trasposición en la piedra escultural, a los que no sabían leer: la enseñanza de la fe era propagada por los ojos. Relacionada con la idea apocalíptica, se desarrolló la estética del feismo, que se basaba en el bestiario de los animales para representar el mundo demoníaco, si bien en los siglos XI y XII la figura humana fue predominante. Se acudía a lo grotesco, a lo feo y a lo monstruoso con objeto de que los fieles identificaran la estupidez en el pecado y el horror a la condenación en el Juicio Final. En muchos comentarios del Apocalipsis se presenta a la Avaritia y a la Luxuria como los estigmas de los siervos del Anticristo. El pecado es repelente y se representa alegóricamente; por ejemplo, la lujuria es una mujer a la que unos sapos roen sus vergüenzas. Estas representaciones abundaron en las iglesias rurales del románico francés, como en Saint-Benoît-sur-Loire y Saint-Savin-sur-Gartempe; en la península Ibérica destaca, entre otros, el bello pórtico de Santa María de Sangüesa, situada en la ruta jacobea.

El ideal de la vida apostólica fue una respuesta contraria a la ostentación y las ambiciones políticas de la alta clerecía y a los concubinatos y la relajación moral del bajo clero. Los predicadores ambulantes aparecieron como guías espirituales e incluso como profetas inspirados en Dios. Este mesianismo surgía especialmente en épocas calamitosas de plagas y hambres. Entre estos primeros mesías sobresalieron Aldeberto en el siglo VII, Eón de Bretaña en el X y Tanchelmo de Amberes en el XII. Paralelamente evolucionó la creencia de salvadores contra las huestes del Anticristo, sobre todo identificado con los infieles musulmanes -a través de la lucha de las cruzadas- y los judíos, aunque también era extendida la creencia de que el Anticristo sería un clérigo o un emperador. Las primeras cruzadas en Tierra Santa, en 1096 y 1146, se tiñeron de un transfondo milenarista con la participación de los pobres y de los niños; los movimientos mesiánicos de las masas eran más hostiles hacia los ricos y los privilegiados.

Uno de los movimientos de mayor repercusión milenarista fue la profecía de Joaquín de Fiore (1149-1202), abad y ermitaño calabrés que en su exégesis de las escrituras, interpretó la historia como un ascenso en tres edades sucesivas, presididas por cada una de las personas de la Santísima Trinidad. Esta visión de la historia se inspira en la idea agustiniana de la realización del reino de Dios. Joaquín de Fiore calculó que cada edad comprendía 42 generaciones humanas, con 30 años cada una; así, previó el fin de aquel período para 1260. La rama espiritualista de la orden franciscana adoptó esta doctrina, editando y comentando la profecía joaquinista a mediados de siglo. Por aquella época la figura del emperador Federico II, promotor de una de las últimas cruzadas y excomulgado reiteradamente por el papado romano, se presentó tanto con el cariz de salvador como de Anticristo. Su muerte en 1250 precipitó el oscurecimiento político del Imperio, pero no apagó los ecos de la creencia en su posible resurrección o en la llegada del caos apocalíptico: las hambres, las plagas y las guerras entre güelfos y gibelinos asolaron Centroeuropa.

Durante la Edad Media fue común la interpretación de las catástrofes como castigos divinos. Los movimientos flagelantes nacieron con la idea de aplacar la ira de Dios y alcanzar el perdón de los pecados. Cuando a mediados del siglo XIV las pestes asolaron Europa, mermándola en casi un tercio de su población, las ciudades consideraron un privilegio contar con procesiones de redentores autoinmoladores. En 1396 el dominico San Vicente Ferrer tuvo una visión de la cercanía de los últimos días y, ante la llegada inminente del reinado del Anticristo, dirigió procesiones flagelantes por España, el sur de Francia e Italia.

En distintos momentos de descontento social surgieron más movimientos de corte milenarista, en busca de una sociedad sin distinciones de riqueza y status, como una edad de oro perdida en el pasado. Las predicaciones de Juan Hus, quien denunció la mundanidad corrupta de la Iglesia en vísperas del Gran Cisma de la Iglesia latina, motivaron la interpretación apocalíptica de los taborita -el monte Tabor fue en el que Cristo había profetizado su Segunda Venida- en Bohemia. En el ámbito alemán, en vísperas de la gran reforma luterana, también surgieron sectas clandestinas que preconizaban la igualdad del estado natural, como el anabaptismo. Estas herejías de la baja Edad Media fueron perseguidas por las autoridades eclesiásticas, como había sucedido en el siglo XII con el movimiento cátaro y en el XIII con el Libre Espíritu, cuyas doctrinas también abogaban por el purismo evangélico y contenían un vago sentimiento milenarista.

BIBLIOGRAFÍA ESPECIALIZADA

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