EL ORDENADOR HACE MILAGROS,
Y LA
ARQUEOLOGÍA VIRTUAL HA RESCATADO DE LOS
YACIMIENTOS LAS IMÁGENES DE LOS GRANDES MONUMENTOS DE NUESTRA
CIVILIZACIÓN.
TEXTO: JACINTO A.1 ILUSTRACIÓN: JULIO W.
(Blanco y Negro, 1998)
Un paseo por la gruta de Lascaux con los caballos y ciervos plenos
de color, como si los acabaran de pintar en rocas jóvenes. El campamento
de Gen-gis Kan, feroz y desafiante sobre un mar de hierba que ondula con
el vien-to libre de la estepa. La tumba del gran Scti 1, con los sellos
aún intactos. El templo de Apolo en Delfos, silencioso en un amanecer
tibio suspendido en la espera de los gritos y las convulsiones oraculares
de la Pitia... La arqueología virtual ha llegado como un nigromante
para conjurar las imágenes del pasado y reanimarlas en una asombrosa
demostración de tecnología y hechizo. Ver el pasado, asomarse
a una ventana que permitiera contemplar las ruinas de los grandes monumentos
de la historia en todo su esplendor ha sido uno de los anhelos de .la humanidad.
La arqueología ha tratado de recomponer los fragmentos que desenterraba,
pero no ha sido sino hasta ahora, con la azada de la informática,
que ha podido ofrecer imágenes dignas, casi, de nuestros sueños.
“Y surgí de lo oscuro, ¡ hueso mellado,
calavera rota, ¡ deshilachadas costuras, mechones, ¡ minúsculos
destellos en la orilla”. Los versos del Nobel Seamus Heaney, un poeta vulnerable
a las emociones telúricas y a las en-contradas pasiones que desata
la excavación dc la historia, sintetizan la pobre cosecha con la
que los arqueólogos se ven obligados a trabajar. Es maravilloso
observar cómo de esos fragmentos y otros aún más míseros
se dedu-cen las grandes construcciones que llenaron de orgullo a la humanidad.
Como en una película marcha atrás, con la arqueología
virtual somos capaces de ver los viejos monumentos alzándose de
entre el polvo; las columnas, regresando a su lugar en los templos como
los dientes dispersos de una calavera; las pinturas, como la piel sonrosada
que vuelve a cubrir un cadáver; las acróteras, como el cabello.
Vuelven a la vida palacios, totres y ciudades, y el pasado se abre ante
nuestros ojos resncitado y palpitante. Es nuestra herencia.
En este nuevo universo de tumbas, dioses y sabios a todo cólor,
¿qué lugares elegiremos
para visitar? Las posibilidades son enormes: desde el gigantesco mausoleo
real preislámico de Kaj-Krylgan-Kala, en Chorasmia, hasta el palacio
imperial de Heijo-Kyo, en Nara, la primera capital de Japón, pasando
por la tumba de un príncipe Tang, con sus pintnras de dragones verdes,
O Angkor, Tikal, Troya, Meroc..
En las páginas siguientes iremos a cuatro
destinos emblemáticos: el misterioso templo de Vesta en Roma. que
albergaba el fuego sa-grado de la ciudad y la irrupción en el cual
estaba penada con la muerte; el gran zigurat dc Babilonia que dio pie a
la fértil leyenda de la torre de Babel; el centro ceremonial de
Te-nochtitlán, la capital azteca, donde el conocimiento y el arte
se disolvían en fuentes de sangre, y. la biblioteca de Alejandría,
almacén y crisol del conocimiento.
Los escenarios reconstruidos pueden resultar algo
fríos: es misión del que los recorre, del lector, poblarlos
de gente, sonido, emoción. Sólo quien los mira puede, en
última instancia, con su ensoñación, devolverlos completamente
a la vida.
De izquierda a derecha, reconstrucción por
ordenador de el gran zigurat de Babilonia, conocido corto la torre de Babel;
la sala de la gran biblioteca do Alejandría; el centro ceremonial
de Tonochtitlán, la capital azteca, y el templo del fuego sagrado
de Roma que custodiaban las vírgenes vestales.
El centro
ceremonial
DE TENOCHTITLAN
Las
escalinatas de la muerte
"Un antifaz de sombra sobre un rostro solar”. Valga el verso de
Octavio Paz para describir la civilización de los aztecas, un pueblo
que en nuestro imaginario hermana de manera perturbadora la belleza y el
tenor, la ciencia y la crueldad, la poesía y la sangre, el colibrí
y la obsidiana.
Asomados a la fascinante vista reconstmida del centro ceremonial de
la capital azteca, Tenochtitlán (México). La mirada recorre
sus muchas maravillas arquitectónicas, pero se fija morbosamente
en las impolutas largas escalinatas dcl templo Mayor, con su característica
ima-gen de pirámide doble coronada por los santuarios de Huitzilopochi,
el gran dios Sol tribal de los aztecas, y Tláloc, la vieja divinidad
del agua y las lluvias. En el templo Mayor, el Huey Teocalli, se celebraban
masivos sacrificios hu-manos que culminaban con la extracción del
corazon de la víctima, tras lo que el cuerpo era arrojado por la
escalinata. Cómo no imaginar los arroyos de sangre -‘agua de jade”—
fluyen-do peldaño a peldaño, los cuerpos sin vida arrojados
por los sacerdotes desde la altura y que bajan lentamente, sobre la corriente
car-mesí, como muñecos rotos.
Seguramente, de todos los destinos arqueológicos
posibles, el área ceremonial de Tenochtitlán, en perspectiva
de máquina del tiempo, sería el que más nos impactaría.
No sólo por su exotismo y magnificencia, por su hermosura y armonía,
sino por la barbarie de los sacrificios,
MÉXICO
Tenochtitlán, la capital de tos aztecas, reunía los palacios
reales, el templo Mayor y santuarios. Los españoles a destruyeron
a principios del XVI.
El templo Mayor y sus santuarios gemelos. El de la izquierda, dedicado
a Tláloc, dios de la luvia. El deja derecha. a lluitzilopochi, dios
del Sol, consagrados a inyectar energía en un mundo fatalmente entrópico.
Hacia el siglo XV la ciudad era una especie de Venecia mesoamericana
que se atendía sobre islotes y pantanos. El centro ritual de Tenochtitlán,
rodeado por una muralla con almenas decorada con cabezas de serpiente,
se levantaba en el legendario lugar de la fundación. El templo Mayor
dominaba la escena. Lo flanqueaban otras dos pirámides y se abría
a una gran área ceremonial que rnclufa santuarios, monastenos, un
campo de juego de pelota —el ttzcbtk que no era un de-porte, smo una expresión
plástica y violenta de la cosmología—, jaulas para los dioses
conquistados y un arsenal. Espeluznantes eran los frompant4 estructuras
para colgar en hileras los cráneos de los sacrificados, y los quauhxicall¿
grandes copas de piedra donde se colocaban los corazones arranados. Frente
al templo Mayor se alzaba el notable templo redondo de Quetzalcoatl, la
Serpiente Emplumada. De todo ello no quedó nada tras el paso de
Hernán Cortés y sus huestes. Los españoles usaron
los restos para constnitr sus iglesias y otros edificios coloniales. Así
creció Ciudad de México, como un oscuro óleo barroco
pintado sobre un luminoso dibujo de oro, de plumas y de sangre. Desde 1978
se han realizado proffindas investigaciones arqueológicas en la
zona del antiguo centro ceremonial, el actual Zócalo. Como en un
guiño del destino, el di-rector de las excavaciones se llama Eduardo
Ma-tos Moctezuma.
El templo de Otjetzalcoatl visto de frente. Según los arqueólogos.
era un recinto redondo dedicado a una de las manifestaciones del dios Ehecatí.
Templo de Tezcatlipnca, en la cima de uno de los edificios. Por fuera
estaba revestido de oro. Dentro habitaba el dios oscuro de la guerra.
El altivo faro, maravilla del mundo; el palacio de Cleopatra, escenario
de la pasión y de la historia; la legendaria tumba de Alejandro
Magno, en paradero desconocido... Las minas de Alejandría. las ciudades,
han cautivado a la humanidad generación tras generación.
Lo que escri-bió Kavafis de las voces de sus habitantes sirve para
las viejas piedras: «Algunas veces en el sueño nos hablan;
/. algunas veces la imagina-ción las escucha”. Nosotros, marinos
modernos llegados a la Alejandría virtual, reconstruida, ¿adónde
detendremos la mirada? Es dificil esco-ger. El corazón nos pide
ver el rubio, fragante cuerpo del gran y joven Alejandro embalsama-do,
su ataúd de oro expuesto en un panteón como legitimador del
poder de los Lágidas. Des-graciadamente no disponemos de ninguna
in-formación fiable para recrear ese monumento. Sí tenemos
evidencias del faro, incluso lo que parecen ser algunos de sus restos,
sacados a la luz ahora por esforzados submarinistas. Pero si Alejandría
era célebre por la luz de su faro, lo era más por la luz
de su biblioteca.
La biblioteca de Alejandría fue un prodigio-so intento de sistematizar
el conocimiento, el primer intento de crear un archivo —un banco de datos,
para decirlo en lenguaje de nuestro tiempo— de la cultura mundial. Fue
concebida, en un empeño de tintes borgianos, como una bi-blioteca
universal que debía poseer, según de-creto de fundación,
“todos los libros del mun-do”. Es cieno que el mundo era entonces mas pequeño,
y que, para ser exactos, no había en-tonces libros, sino sólo
rollos de papiro, incó-modo, caro, frágil y limitado soporte.
Pero, con todo, qué increíble, qué desmesurada y delicio-samente
arrogante idea.
Creada por Ptolomeo ¡ Y desarrollada por sus sucesores, los reyes
griegos de Egipto, la bi-blioteca nació como el necesario complemento
del museo, un centro destinado al estudio de to-das las ramas del saber,
una suerte de Princeton de la antigúedad.
La reconstrucción virtual nos permite echar un vistazo al vestíbulo
de la biblioteca. No han
quedado restos de ella —excepto un triste sóta-no del lejano
anexo, la Biblioteca Hija, que se construyó en el Serapeo—, pero
para volverla a la vida se han usado como referente las biblio-tecas también
helenísticas de Éfeso y Pérgamo. De nuevo, el lugar
electrónico es algo &ío, pese a que nos calienta el misterio
de esos rollos ol-vidados por algún lector sobre la mesa- ¿Qué
contendrán? ¿Algún raro tratado de anatomía?
¿La obra en que Aristarco de Samos sostenía que la llena
es un planeta y que orbita alrede-dor del Sol? ¿La Historia de Egipto,
de Manetón, completa? ¿La perdida obra de Aristóteles
so-bre el humor con la que especuló Umberto Eco en El nombre de
la rosa? Si pensamos que sólo se ha conservado una décima
parte de las obras clásicas y que de todas ellas debía tener
origi-nales o copias la biblioteca, podemos imaginar lo que supondría
tener carné de lector —ni que friera virtual— de la misma. El gran
centro ale-jandrino era rico en textos que de no haberse extraviado en
los meandros de la historia hu-bieran dado un carácter diferente
a nuestra cuí-Nra. La biblioteca de Alejandría contenía
alre-dedor de medio millón de libros, que provenian de todos los
rincones del mundo antiguo y se obtenían de todas las formas imaginables,
in-cluso ilegales. Es un lugar común —apoyado en Plutarco— que la
biblioteca se convirtió en humo a causa del incendio provocado por
Cé-sar en Alejandría en el año 47 antes de Cristo
para romper el cerco a que le tenía sometido Ptolomeo XIII. Pero
esa hipótesis ha sido pues-ta en duda.
Si las otras reconstrucciones de lugares de la antiguedad recogidas
en estas páginas están limi-tadas al universo virtual, una
nueva biblioteca de Alejandría se está construyendo en la
realidad. Auspiciada por la Unesco y prevista para este mismo año,
crece cerca de su supuesto sitio on-ginal, y aunque será muy distinta
de su referen-tc histórico, estará animada por un similar
propósito.
Pues ya escribió Borges que “la biblioteca es ilimitada y periódica”,
y su soledad se alegraba con esa secreta esperanza.
Una balconada con columnas egipcias recorría la gran salade a
biblioteca. El rosetón del techo (a la izquierda> representaba el
zodiaco.
5I
ALEJANDRIA
LA GRAN BIBLIOTECA
Las ruinas dele inteligencia
El edificio
helenístico de la gran biblioteca fue construido en la zona
palaciega de Alejandría alrededor del año 300 antes de Cristo.
EL GRAN ZIGURAT DE BABILONIA
La legendaria torre de Babel
IRAK
Génesis, 11,3: “Y dijeron: ‘Vamos a edifi-camos una torre cuya
cúspide toque a los cielos y nos haga famosos”. La torre de Babel...
¿Hay acaso un lugar de nuestro acervo bíblico que nos resulte
más sugerente, que atente nuestros más extraños sueños?
Aunque la identificación dele-yendas de la Biblia con asuntos históricos
y evi-dencias arqueológicas sea un pasatiempo en ge-neral poco serio,
para la torre de Babel tenemos desde hace muchos años un buen candidato
real: el gran zigurat de Babilonia.
Ix,s zigurats eran torres escalonadas consti-midas esencialmente por
una gran plataforma elevada sobre la que se encontraba el templo de un
dios. Constituyen la construcción emblemá-
tica y más espectacular de la arquitectura meso-potámica.
Hoy todavía se pueden ver algunos ejemplos, como el majestuoso zigurat
del dios de la Luna en Uro las poderosas minas del nu-cleo desnudo del
zigurat de Dur Kurigalzu.
Son los zigurats montañas constmidas por la mano del hombre,
desafiantes y viejas como el tiempo, que se alzan en las llanuras desérticas
emitiendo cantos extraños cuando el viento las desgasta, grano a
grano, milenio a milenio. Nos hablan de culturas lejanas y dioses extraños.
De grandes imperios arrastrados por el gran reloj de arena de la historia.
Paisajes que parecen arran-cados de la poesía de Saint-John Perse.
De esas grandes torres, los zigwrats, la de Ba-bilonia, con 91,5 metros
de altura y una base
Torre construida en el año 7700 antes de Cristo en Babilonia
(yacimiento a 80 kilómetros de la actual Bagdad). No quedan restos
en la actualidad.
ROMA
Cuenta Tácito que hasta el terrible Nerón, “habiendo entrado
en el templo de Vesta, sintió un temor recorrerle todos sus miembros”.
Seguramente el vicioso emperador tenía motivos para temer la venganza
de la diosa, pues no en balde, según Suetonio, había forzado
a una de sus vír-genes, Rubria. Pero, en todo caso, el templo, uno
de los edificios con más solera de la antigua Roma, debía
impresionar lo suyo. Pocos lugares del pasado tienen tanta capacidad para
atraemos con su misterio como ese extraño edificio de for-ma circular
cuyos restos se alzan aún en el foro romano. Oyién hubiera
podido entrar allí y echar un vistazo a sus secretos, los grandes
se-cretos del pueblo de Roma!
tmta capilla recóndida de Vesta, la del cabello plateado”, escribió
Virgilio en la Encida. Vesta, relacionada con las aras y los hogares, es
una di-vinidad que se remonta a la más profunda an-tigúedad
romana. Representa la llama, el fuego necesano para que Roma perviva, y
a la vez el símbolo de su poder y eternidad. En su templo circular
—a imagen de las primitivas cabañas del Lacio, con una salida de
humos en el techo— no había imágenes de la diosa, sino únicamente,
en el centro, el fuego que la representaba, el <gnis vestae, el fuego
inextingible de Roma que las sa-cerdotisas de Vesta, las vírgenes
vestales, debían vigiar siempre, pues sise apagaba sobrevendrían
desgracias pavorosas a la ciudad de Rómulo.
Un escondrijo del templo guardaba los obje-tos más sagrados
de Roma, sus talismanes: cosas secretas que sólo las vestales y
su responsahle, el pontífice máximo, conocían. Entre
estos objetos estaban las divinidades hogareñas de Troya traí-das,
según la tradición, por Eneas, sobre todo el Palladiuin o
Paladión, el temible simulacro má-gico de la diosa Palas
Atenea.
La tecnología nos devuelve ahora, gracias a los ordenadores,
imágenes del templo de Vesta en todo su misterio y esplendor. Junto
a él se al-zaba el Atrium Vestae, el monasterio de las vír-genes,
la gran casa de dos plantas con pórtico donde residían las
sacerdotisas de Vesta. Y en las proximidades se encontraban grandes
mentos de Roma —edificados en diferentes épo-cas— como el templo
de Cástor y Pólux y el arco de Augusto.
Ojalá pudiéramos introducirnos en esa re-construcción
virtual del templo de Vesta y ver el Paladión, el objeto más
misterioso de la antiglie-dad; seguramente un pequeño ídolo
arcaico, rí-gido; un fetiche, sin embargo, impresionante del que
se decía que tenía el poder de cenar los ojos, agitar la
lanza y hasta levitar De paso podríamos observar un poquito a las
vestales. Eran seis, re-clutadas de niñas entre lo más granado
de la aris-tocracia romana, y debían ser puras y no pade-cer ningún
defecto físico Durante 30 años que les parecerían
interminables se dedicaban a cui-dar el fuego y cumplir con los ritos de
Vesta. Pa-sado ese tiempo podían dejar su puesto y casar-se, Gadomando
sus bodas con las flores de sus canas”, como dice Pnidencio.
Las vestales, vestidas de blanco y coronadas con la ínfula,
recibían grandes honores. Pero pese al gran respeto de la ciudadanía,
si dejaban apagarse el friego de Vesta, las virgenes eran azo-tadas con
saña, y si ensombrecían su virtud lo tenían claro.
El castigo tradicional para la falta al voto de castidad era el entierro
en vida. Esto ocumó 18 veces en la historia de Roma.
El sacerdocio de las vestales se remontaba hasta más allá
de los orígenes de la propia Roma, pues se sostenía que Rca
Silva, la madre de Ró-mulo, era vestal. Ella ya inauguró
la tradición de saltarse el voto, aunque en su descargo hay que
recordar que lo hizo con un dios, Marte, y que alumbró al fundador
de la ciudad. Son, sin duda, poderosos atenuantes. Varios emperadores y
un puñado de osados ciudadanos quisieron imitar al bélico
dios: Nerón, claro, pero también Heliogábalo. Entre
los ciudadanos acusados de seducir vestales —arriesgado pasatiempo— figura-ba
Catilina, que por lo visto abusaba de algo más que de la paciencia
de C.ceron.
El recinto, cuyo acceso estaba absolutamen-te prohibido a los hombres
bajo pena de muer-te —las mujeres podían entrar durante la festivi-dad
de las Vestalia—, fue destruido varias veces a lo largo de la historia
y reconstruido.
Las columnas del templo circular de Vasta (izquierda). Junto a estas
líneas, capiteles del arco de Augusto Que conmemoraba la victoria
de Ario.
EL TEMPLO El recinto prohibido del fuego sagrado
Edificio circular en e/foro de Roma. Lo custodiaban las virgenes vestales.
El emperador Teodosio lo hizo cerrar en el siglo IV Quedan restos visibles.
La revista Muy Interesante, 204 (1998) también ha
publicado un artículo al respecto.
Se puede consultar el siguiente enlace:
www.aud.ucla.edu/~dabernat/rome/index.html
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